Textos de Otres
Andrea Casamento era como cualquier otra mujer hasta que un día – de modo inesperado – su vida dio un vuelco. En una salida, como cualquier otra, un bar en el barrio de Palermo, uno de sus hijos fue detenido por error en el contexto de un robo. De golpe, se transformó en La mujer de la fila. La fila para entrar a los penales, para entregar el bagayo, para ser requisada. La fila del dolor. Andrea vivió un proceso rapídisimo de aprendizaje: qué es una cárcel, qué hace un juez, cómo hacer para proteger a un hijo al que no podía ver ni tocar cuando ella quería. También aprendió a esperar el llamado que indicaba que su hijo estaba bien y a convivir con el terror, miedo de que le pase algo, de que no sepa defenderse, de que se enferme, de que lo mate o lo lastime un compañero o tal vez, el servicio penitenciario. La primera vez que la vi a Andrea – hace más de 10 años -, yo estaba embarazada, ella me miraba la panza mientras me contaba que durante esos meses que su hijo pasó en la cárcel, ella deseaba que volviera a su vientre, volver a tenerlo.
Pero también, la fila del amor. En aquellos meses de desesperación también conoció a un detenido que luego sería su marido y el padre de su hijo menor. La película La mujer de la fila ilumina esa historia de amor. Este film de Benjamín Ávila – protagonizado por Natalia Oreiro - cuenta la historia de Andrea, ese derrotero inesperado, sus cambios de perspectiva, el aprendizaje y el nacimiento de una bella historia de amor con Alejo.
Pero también la película muestra otra cosa que, para mí, es central: la comunidad que Andrea ayudó a construir. De ese naufragio nació ACIFAD, una red de mujeres que cuidan a sus familiares presos. Una red tejida con paciencia, con rabia, pero también con risas y mates. Una red donde el dolor encuentra un lugar y un sentido. Ellas son – en plural – las mujeres de la fila.
Aprender a mirar
Hace más de diez años que conozco a Andrea y a muchas de esas mujeres. En ese tiempo aprendí a mirar lo menos evidente, lo que no se denuncia en voz alta. Esos sufrimientos escritos en minúsculas que moldean la vida de tantas mujeres. Cuando pensamos en la cárcel, nos acostumbramos a pensar que lo importante es otra cosa, ellas nunca son lo importante. Para algunos, lo que importa es reparar el sufrimiento de las víctimas de algunos delitos y entonces no importa lo que pase ahí adentro, para otros la mirada se detiene en la infinidad de violaciones a los derechos humanos que suceden cada día adentro de una cárcel. Con estas mujeres, aprendí a mirar que hay un trabajo diario, cotidiano, un trabajo de hormiga. Infinidad de mujeres que recorren largas distancias que llevan bolsas pesadas, que sostienen a los presos económicamente, afectivamente, que soportan malos tratos en las requisas y que hacen todo eso en voz baja.
Hace unos días vi en el noticiero una escena de juicio. Un joven fue condenado a 19 años de prisión por un asesinato. El crimen había sido espectacular porque había sido captado por cámaras de seguridad. El video mostraba a la víctima desvaneciéndose en una heladería. Los periodistas discutían si se había hecho justicia, decían que no era suficiente. La cámara se detenía en la familia de la víctima. Dolor legítimo. Pedían más años de condena. Pero, para mí, había otra escena triste. Lo verdaderamente sensible era el abrazo que una madre le daba a su hijo condenado. Le acariciaba la espalda, lo apretaba, no quería soltarlo. No es difícil imaginar que esa mamá se preguntaba: ¿a dónde irá este pibe ahora? ¿Cómo seguirá su vida? ¿Qué le llevará en el bagayo la próxima vez que lo vea? ¿Sobrevivirá?
¿Podemos también sentir el dolor de esa madre? ¿El de ese hijo que hizo algo terrible y aun así es amado? ¿Podemos alojar todos esos dolores sin que uno anule al otro? A veces pareciera que solo se puede hablar de la cárcel desde la inocencia. Como si solo mereciera empatía quien no hizo nada. Pero en estos años conocí madres de hijos que sí cometieron delitos. Algunas lo sabían, otras no. Algunas lo sospechaban. Pero todas comparten algo: una vez que pasa el allanamiento brutal, la detención cruel, empieza un nuevo trabajo. El de ser las mujeres de la fila.
Algunas lloran, otras respiran aliviadas: “mejor preso que en el cementerio”. Pero muchas veces, la cárcel también se los devuelve muertos. Por eso, cuando festejamos que un pibe sale de la cárcel, o que estudia, se levanta, también lloramos por los que no pudieron, por los que quedaron en el camino.
Con ellas aprendí que el sufrimiento cotidiano no hace ruido. Que no hay titulares para lo que hacen. Cocinar toda la noche, freír milanesas a las 4 de la mañana para que lleguen “un poco calentitas”, conseguir gaseosas, resistir la requisa, bancarse que les rompan la comida. Llorar a escondidas. Pagar protecciones para que no los maten los compañeros. Aprender de derechos, de abogados, de hábeas corpus. O no entender nada, pero ir igual.
Cada bolsa que arman —el bagayo— es una traza del trabajo invisible que sostiene a otros. Comida, limpieza, ropa. Todo eso que cargan al hombro. En las reuniones de ACIFAD hay risas, hay ironías. Gracias al humor muchas mujeres de la fila pueden hacer algo con la falta de reconocimiento. Porque a veces, ni siquiera los propios presos se dan cuenta de todo lo que hacen estas mujers. Entonces, en las reuniones se pueden burlar de las que compran las milanesas hechas. Y así, en la ronda de mates, alguien cuenta que cuando el marido salió pidió conocer al carnicero porque “me dio de comer catorce años”. Pero resulta que durante esos catorce años, una mujer se levantaba al amanecer para cocinar esas milanesas.
Socialización: aprender ser mujer de la fila.
Para entrar a la cárcel, hay que pasar la requisa. El maltrato a veces es directo, fuerte y otras veces es sútil. Muchos presos me dijeron que la requisa a la visita es un modo de maltratarlos a ellos, pero siempre me llamó la atención que el cuerpo lo ponen las mujeres. Muchas mamás me contaron que ellas van a ver sus hijos porque los papás de los pibes “no pueden”, “les hace mal”. El cuerpo lo ponen siempre las mujeres. Después de la visita, a veces se charla de la requisa. A veces en tono de denuncia “nos sentimos violadas, sin ser violadas”. Y a veces – una vez más – en un tono jocoso: “menos mal que me depilé”. Se dice en la ronda y se sigue, se preparan para la próxima visita.
El aprendizaje rápido que hizo Andrea está muy bien contado en la película. Hay que aprender a ser mujer de la fila, aprender a soportar. Alguna vez me contó que “es como un juego de cartas”, si perdés una mano, te preparás para la siguiente. A veces, llegan a ACIFAD algunas mujeres que están transitando la cárcel por primera vez. En chiste, se les dice que “son primarias”, como un preso que purga su primera condena.
Pero la mayoría de las mujeres de la fila ya sabían lo que era esperar: algunas acompañaron antes a sus maridos, a sus hermanos, a sus padres. Ahora acompañan a sus hijos. Y a veces se cansan. “Yo quiero borrar la cárcel de mi vida”, me dijo una vez mi amiga Pao. Por eso, cuando su hijo se puso de novio con una chica que lo visita, se alegró: “Así tengo los fines de semana para ver a mi otro hijo jugar al fútbol, para bailar bachata, para ver a mi vieja”. Algunas veces cuando las escucho, les pregunto, ¿cómo siguen? ¿de dónde sacan las fuerzas? Me dicen que “la madre es la madre”.
Sociabilidad: la cárcel es un lugar
Pero la fila no es solo de madres. Hay parejas, amigas, conocidas. Pareciera que hay algunas mujeres de algunos barrios que están disponibles para conocer varones detenidos. A veces son criticadas, ¿pero eligen? ¿por qué tienen esa disponibilidad para cuidar a un preso?
La fila no es solo de madres y en la fila son todas iguales. Las madres son las más valoradas, las que “están siempre”, las que aman sin condiciones. Las que cuidan también a los nietos. Después vienen las parejas. Las “de antes” tienen más legitimidad que las que empezaron la relación con el preso adentro. Las que ayudan, las que cocinan, las que se ganan el visto bueno de la suegra.
Y están las otras. Las que “van de penal en penal”, las que visitan amigos, las que acompañan a una amiga a visitar a un primo y de repente conocen a un nuevo novio, ahí en el sum de la visita. También están las ranas. Las réplicas. Las que aparecen y generan celos, peleas, rumores. Las mujeres que también habitan ese espacio de la visita y rompen con la idea de que la cárcel es solo para hombres o solo para madres.
El sistema carcelario no solo encierra cuerpos, también ordena vínculos, jerarquiza afectos. Las agrupaciones como ACIFAD —la primera, pero no la única— se enfrentan a esas lógicas. Caminan juntas aunque no vayan al mismo penal. Se dan consejos, se escuchan, se ayudan. Y eso transforma todo. Ese dolor que no se podía decir, encuentra un lenguaje. Ese dolor hecho cuerpo, se vuelve palabra.
La película que cuenta la historia de Andrea —y que también es actuada por muchas mujeres reales de la fila— es más que una ficción. Es un acto político, una forma de sensibilizarnos frente a un dolor susurrado. Después de tantos años de trabajo de campo, no solo junté notas y datos. También hice amigas. Verlas hoy, maquilladas, nerviosas por el estreno, conmovidas en la sala, me llena de orgullo. Porque eso que dolía tanto, ahora se nombra. Se muestra. Se abraza.
Inés Mancini es Socióloga (Facultad de Ciencias Sociales, UBA), Magíster en Antropología Social y Política (FLACSO Argentina) y Dra. en Antropología Social (Escuela IDAES, UNSAM). Es docente de la Escuela IDAES (UNSAM) e investigadora del CONICET. Trabaja temas de violencias, cárceles y género.
