Libros de Otres

Defensa de la derrota
Defensa de la derrota

Roberto Fontanarrosa (1997) “Los trenes matan a los autos” Ediciones De la Flor – Buenos Aires Argentina.

Intentar reseñar a Fontanarrosa es, para mí, por poco una falta de respeto. Porque su escritura, su registro de los hechos y la manera de ponerlos a la mano, impiden demorar la lectura de lo que él nos legara. Acá dejamos uno de los cuentos que integran este libro de 214 páginas imperdibles, editado en 1997 por la entrañable Ediciones de la Flor.

Horacio Esber

Defensa de la derrota

Se apoyará, primero, los brazos estirados, las palmas de las manos contra la pared.

Respirará hondo y acompasadamente varias veces, hasta que el frío de la pared le llegue.

Cerrará los ojos, no mucho tiempo. Sentirá entonces, penetrándole, un reposo húmedo. Será la tristeza. Algo tibio. Íntimo, casi fraterno. Decididamente poético. Eso. Poético.

Se sentará entonces, sin mirar a nadie. Le punzarán algunas miradas furtivas. De reojo. No deberá hablar casi. Ni insultar. Deberá callar largamente. Sentirá entonces, creciéndole, un orgullo callado, quieto. Será la dignidad. Lo tomará del hombro, llenando con blandura el silencio que acompaña a los fracasos. No deberá llorar. Nunca. Tal vez apretar fuertemente la mandíbula. Un instante.

Se pondrá de pie. Sentirá entonces, en el pecho, detrás de los labios, un escozor denso y aguachento. Será el romanticismo, que envuelve en una gasa tenue todas las derrotas. Tomará entonces su frágil fama, su trémulo orgullo antes impecable, se vestirá con ellos cuidadosamente, casi con cariño, y se marchará.

No habrá las historias resonantes de la victoria, las felicitaciones sofocantes de la victoria. Estará solo. Y tendrá que caminar lento, pero no muy lento. Una mano en el bolsillo y un gesto vacío en la cara. Apenas una palidez quebradiza en la piel cubierta paternalmente por la solapa levantada.

No habrá ni un solo amigo. Ni uno. O tal vez uno que respetará el momento, el silencio, la tristeza, que dejará caer casi con temor, o con respeto, una palmada leve sobre el hombro, como temiendo romper algo, como temiendo que se le desprenda al vencido ese fino revoque de melancolía, de nostalgia.

El vencido sacudirá una vez la cabeza, o dos, en agradecimiento, sin hablar, porque una palabra, un gesto amartillado en falso, puede precipitar el llanto. Y el vencido digno no se permitirá llorar ante terceros. Se marchará solo.

Se preparará en su casa un café fuerte, negro, espeso y caliente. Se tomará la cara con las dos manos, para apretarse aún más sobre los párpados esa poesía inútil de las derrotas. Para fijarse sobre los pómulos todo el romanticismo suave e impalpable de las derrotas.

Se podrá permitir, ahora sí, un gesto nervioso, un puñetazo corto y duro al aire dulzón de la cocina o bien sobre la mesa.

Se podrá permitir, ahora sí, llorar con un llanto comprimido, convulsivo, desesperado y hondo contra el marco de la puerta del comedor. Deberá luego lavarse la cara, secarse los ojos con una toalla. Mirarse al espejo preguntándose si tenía realmente necesidad de llorar.

Y se sentará en el sillón de mimbre.

Tomará su café.

No se sentirá tan mal, después de todo.

Roberto Fontanarrosa

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