Textos de Otres

Alfonso (Cuento)
Alfonso (Cuento)
Alfonso -Cuento inédito de Valeria Verona (Este cuento forma parte del libro «Ya nunca me verás como me vieras»).

El pasillo relucía, un espejo en la oscuridad que reinaba cuando se iban todos los alumnos y se apagaban las luces. Era para ahorrar, porque Alfonso se quedaba un par de horas más junto con el auxiliar. Se pasó la mano por el abundante pelo lacio blanco, mientras recorría el pasillo como hacía 29 años y 7 meses. Ya faltaba poco.

Sus pasos cortos pero enérgicos recorrieron aula por aula, de un lado y del otro, las miradas como disparos a un blanco que no se dejaba ver. Pasada el aula 4, Alfonso se detuvo, dudó y desanduvo sus pasos. Se inclinó hacia atrás de forma casi imperceptible para esquivar el marco de la puerta y verificar bien. Sí, efectivamente, al armario del aula 4 le colgaba una puerta. Hizo un chasquido con la lengua y entró a revisar qué había pasado y qué se podía hacer. Abrió la puerta, la examinó y notó que faltaba la bisagra inferior. Se hincó con esfuerzo sobre una rodilla, se puso los anteojos de ver de cerca, pasó la mano por el hueco que dejó la bisagra faltante. Miró a su alrededor para ver si la encontraba, pero no. Miró el celular para ver la hora y decidió hacerse una escapada hasta la ferretería para dejar listo el armario para la mañana siguiente.

La ferretería quedaba a unas cuadras. Era un apacible día primaveral: suave brisa con olor a paraísos, sol pleno pero dócil, colores alegres. Alfonso no lo percibió. Iba calculando las medidas de la bisagra y preocupado porque seguramente le costaría encontrar el modelo que encajara justo, con el mismo tamaño y la misma cantidad de agujeros para tornillos. Era un armario antiguo.

A las dos cuadras, Alfonso trastabilló con la raíz saliente de un enorme tilo y dio unos saltitos para no caer. Nadie lo notó, ni siquiera él, pero dos uñas de su mano izquierda se estrellaron contra el suelo y quedaron camufladas entre las bolitas del tilo, desperdigadas como rulemanes sueltos sobre la vereda.

Al llegar a la avenida, se detuvo para esperar que el semáforo le diera paso. Sintió calor, mucho calor, y empezó a percibir los sonidos de forma extraña. Una nena chiquita que estaba junto a él, de la mano de su mamá, miró espantada cómo se le derretían las orejas al señor de al lado. Pero no dijo ni mu y la mamá la tironeó para cruzar rápidamente la calle.

Más adelante, sintió un poco de falta de aire, situación que atribuyó a su edad y su nula actividad física, pero al tocarse el pecho sintió que se le hundía como si fuera de hule y se le colapsaba, lo cual dificultaba el paso de aire. Intentó darse un golpe en el esternón con el puño, y el puño cayó estrepitosamente al suelo. Ahora cómo voy a poner los tornillos, pensó. Y siguió caminando.

Al llegar a la ferretería, tomó el picaporte con determinación y dejó el brazo colgando, enganchado ahí, que encima golpeó con fuerza contra el vidrio cuando cerró de un portazo.

—¿Cómo le va, Alfonso?

—Bien, che, buscando cosas raras, como siempre. Necesito una bisagra para el armario del aula 4— dijo con dificultad mientras intentaba contener la lengua en su cavidad habitual. Pero el ferretero le entendió a la perfección y recordó que ya había llevado una y cuál era. Por lo que Alfonso no tuvo que seguir hablando. El ferretero le envolvió los tres tornillos y la bisagra en un paquetito con papel madera. Alfonso pagó con el brazo que le quedaba y salió.

Bajó el mínimo escalón del negocio y el golpecito del paso hizo que se le saliera una pierna. Rápidamente, guardó el paquete en un bolsillo porque temió perderlo. Las cuadras de vuelta fueron como un rallador, como una lima: fue perdiendo la pierna que le quedaba, los genitales, gran parte del torso, el otro brazo. La última cuadra la hizo la cabeza rebotando contra el cuello, como un grillo en noche de verano. Pero ya faltaba poco, un esfuercito más.

Ya sin pescuezo, la cabeza entró al aula rodando. Colocó la bisagra y los tornillos con los dientes con una destreza asombrosa. Cuando terminó, miró satisfecho el armario y sonrió en silencio.

Ahora sí, se podía desintegrar tranquilo.

 

Valeria Verona escribe desde los recreos en el Normal de Quilmes. Estudió

traductorado e idiomas y, si bien navega cómodamente en la poesía, también

explora en la narrativa breve y la escritura de guiones. En 2012, fue distinguida

con la Mención Cuento Adultos en el VII Concurso literario “Carlos Patiño” de la

SADE Bernal-Quilmes. Participó con su poesía en numerosos ciclos de lectura

de Buenos Aires y GBA. Ha participado como coordinadora del Club Atlético de

Poetas, en el partido de Quilmes y, actualmente, participa en la organización

del ciclo Poeta es Cualquiera, que se realiza desde el 2016 en Quilmes.

Libros publicados: 0-800-PARAÍSO, Ed. Peces de Ciudad, 2016. Tratado de

anatomía poética, Halley Ediciones, 2019.

Viajera, bailarina, protestona, apasionada, luchadora y locuaz.

Vive en Bernal con sus dos hijos.

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