Textos de Otres

Soñar, soñar - por Rafael Bielsa
Soñar, soñar - por Rafael Bielsa

Por modesto y falto de pretensiones que parezca un artista, siempre hay en él un desafío, y el deseo de estar tan alto que el destino no pueda ya causarle ningún daño.

 

Un artista es un hermano siamés de sus propias visiones, y cuando algo las aflige él sufre con ellas. Algunas veces parece aceptar que no se puede superar lo insuperable, pero cuando lo hace es posible que esté descartando un desafío porque ya hay otro que lo desvela.

 

Cuando a Stanley Kubrick, el director de La naranja mecánica, le ofrecieron filmar la segunda parte de El exorcista, contestó: “¿Qué se puede sumar para superar la primera? ¿Qué Linda Blair vomite en otros colores?”. Seguramente estaba pensando en El resplandor, y por eso dijo lo que dijo.

 

Esta película cuenta la historia de un escritor personificado por Jack Nicholson, que se va a conservar un hotel de montaña durante el invierno junto con su esposa Wendy y su hijo Danny.

 

Hay una escena en la que Nicholson, con Danny sobre su rodilla, en el dormitorio que les habían asignado, le pregunta si se siente a gusto. El hijo le responde que sí. Él le dice: “me gustaría que nos quedáramos aquí para siempre..., siempre..., siempre...”. El rostro de Nicholson sale del amor y se hunde en la locura.

 

¿Habrá soñado alguna vez Jack Nicholson con esa escena luego de haberla protagonizado? En su sueño, ¿habrá corregido algún gesto que le pareció insuficiente? Dormido, ¿se habrá sentido Jack Torrance otra vez, el escritor en el hotel de montaña, y en lugar de responderle a Danny que lo amaba más que a nada en el mundo, lo habrá agarrado de los pelos y arrojado contra la luna del espejo que está sobre el tocador? ¿Habrá soñado que él, que en esos segundos magistrales de celuloide alcanzó lo insuperable, podría superarlo?

 

“He visto un caracol”, dice Marlon Brando en el papel del coronel Kurtz, en Apocalypse now, “...se deslizaba por el filo de una navaja, ese es mi sueño, más bien mi pesadilla, arrastrarme, deslizarme por todo el filo de una navaja de afeitar, y sobrevivir”.

 

El director, Francis Ford Coppola, rodó en Filipinas la película que había sido su sueño de juventud, porque sus paisajes eran parecidos a los de Vietnam, y porque había negociado con Ferdinand Marcos poder usar los helicópteros de su Fuerza Aérea. Marcos puso un general de enlace para los aspectos logísticos, porque como se combatía con la guerrilla a diez kilómetros del plató, a veces necesitaba los helicópteros.

 

El capitán Willard, interpretado por Martin Sheen, debe encontrar y asesinar al coronel Kurtz, un brillante oficial que apartó de las fuerzas y se convirtió en líder de la tribu camboyana Montagnard. Cuando lo halla, hay un monólogo de Brando: “Es imposible para las palabras describir qué es necesario para perder; no saben lo que el horror significa...”. En ese momento muerde un fruto. “Horror..., horror.”

 

El rostro es el de alguien que habla desde el más allá, desde una condición que asusta no por inhumana sino precisamente por lo contrario, por haberse apropiado totalmente de un ser humano; la remota impasibilidad de los rasgos, la frente tiesa del que habla desde el orden propio que ha creado...

 

¿Soñó Brando luego de la película con esa escena? ¿La retocó en sus sueños donde los destilados de la pasión se confunden con los de la muerte? Profundamente dormido, ¿escuchó un aliento que daba a su rostro otra movilidad? ¿Se sintió hundido en la podredumbre de quienes ya están muertos? ¿Creyó detrás de esa cortina pastosa y espesa que mientras monologaba debió experimentar que en realidad estaba matando al capitán Willard?

 

Salvatore Gravano, un killer de la mafia que luego colaboró con el Estado, estaba seguro de que Mario Puzo, el autor de la novela en la que se basó El Padrino, había sido miembro de la mafia y había matado él en persona. En una entrevista para el New York Times, ofrecía como prueba la escena en la que Al Pacino (Michael) mata a “El Turco” Sollozzo y al policía McCluskey. “¿Te acuerdas de que Michael no oía nada en el momento en el que se está acercando a ellos? ¿Recuerdas que sus ojos se ponen vidriosos, que sólo se oía el ruido del subterráneo al fondo, y que Michael no podía oírles hablar? Es exactamente lo que yo sentí cuando maté a Joe Colucci...”. Seguidamente, el entrevistador le preguntaba a Gravano si El Padrino lo había influenciado. “Bueno”, respondió, “maté a 19 personas”. “¿Y que tiene que ver eso con El Padrino?”. “Sólo había matado a uno, creo, antes de ver la película”.

 

En ésta, se oye el estrépito inorgánico del subterráneo. Michael se levanta de improviso y tapa la cámara por un instante. Un tiro en la frente para Sollozzo; uno en el cuello y otro en la frente para el policía McCluskey. El mozo da un paso atrás. McCluskey golpea con su cabeza la mesa. Michael sale con el abrigo en el brazo, el cuello inclinado y tira el revólver dentro del restaurante como si se estuviera quitando engrudo de la mano.

 

¿Habrá Pacino soñado alguna vez con esa escena? ¿La habrá mirado como si el actor no fuese él mismo? ¿Qué habrá cambiado en el sueño? ¿La deliberación fanática de los ojos? ¿La tesitura de quien sabe que lo que va a pasar ya ha pasado, aunque todavía no sepa el final? ¿El latido de las sienes, repetido por el chaparrón ferruginoso del subterráneo?

 

Veintidós de julio de 1986, estadio Azteca del distrito Federal de México, ciento quince mil espectadores, más o menos, cuartos de final del Mundial entre Argentina e Inglaterra, porque los artistas también deben vérselas con la realidad. A los cincuenta y cinco minutos del partido, Héctor Enrique se la pasa al “Diez” doce metros detrás de la línea del medio campo. Arranca Maradona una carrera de sesenta metros en la que a lo largo de diez segundos va dejando atrás a Hoddle, Reid, Sansom, Butcher, Fenwick y al arquero Shilton, antes de marcar el gol. Un giro al comienzo de la jugada, tres gambetas, y doce toques con el pie izquierdo. Una obra de arte.

 

La agencia de publicidad McCann Ericksson Argentina quiso hacer una dramatización de la apilada, para un comercial de Coca. Inflexibles abogados argumentaron que había que pedirle permiso a Maradona, porque se trataba de arte, de algo que sólo una persona es capaz de materializar, una marca en sí misma. Inflexibles, pero sensibles. Así se hizo “Potrero”, la propaganda del 2003.

 

Cada uno ve al arte como su condición humana lo inclina a hacerlo. Víctor Hugo lo relató así: “Balón para Diego, ahí la tiene Maradona, lo marcan dos, pisa la pelota. Maradona (...) arranca por la derecha, el genio del fútbol mundial. Inicia el contraataque e intenta contactar con Burruchaga... Siempre Maradona. ¡Genio, genio, genio! Ta, ta, ta, ta, ta... ¡Gooooooool y gooooooool!”.

 

En cambio, el consternado relator inglés lo hizo así: “Argentina con la pelota. Se viene Argentina. ¡Oh, no, este hombrecito de nuevo! Está avanzando entre todos. ¡Traten de parar a este hombre, por el amor de Dios! ¡Párenlo, por favor! Gol. Estamos totalmente perdidos. Es una gran tragedia británica”. Ese hombre se hubiese quedado dormido de aburrimiento a la entrada del Louvre.

 

En cambio, el “Negro” Fontanarrosa lo balconeó de este modo: “Su computadora de última generación le ordena sacar la lengua y girar con el pie zurdo sobre la bola para salir disparado hacia otro lado. Lo hace así, y la pelota va tras él, magnetizada, como el papelito atraído por la energía estática de un plástico. Ahora corre por la banda derecha, el pecho inflado, la pelota como si fuese una protuberancia natural de su tobillo izquierdo. Y lo ve todo. Lo ve a Jorge tranqueando largo por la izquierda, al grandote que le cierra el camino por la línea, a Bilardo que ha empezado a parpadear, incontrolable, allá en el banco y a cada uno de aquellos 120 mil espectadores del Azteca, incluyendo al que clama, feroz, porque lo bajen. Ya tendrá su respuesta pública ese boludo. Como la tuvo el pelado Gorbachov, que se largó a opinar más de la cuenta. De pronto, tuerce el rumbo de carrera hacia la izquierda, hacia su pierna, dejando al grandote de cara a la tribuna. Y decide allí, en el momento, que tendrá que cantarle la justa al Havelange, que ahora le gusta lo que no le gustaba ayer del ‘Loco’ Gatti. A la izquierda, sigue Jorge en su carrera, pero Diego sabe que no se la va a dar desde aun antes de salir de su campo. Lo sabe desde que salió de allá, Villa Soldati. Ya cambió de nuevo la realidad virtual del juego y otro rubio acecha en la puerta de las 18, dispuesto a todo. Diego amenaza con su perfil natural de zurdo, pero la roba cortita hacia la diestra y se mete de cabeza al área grande. Habrá que contestarle muy duro también al rey Pelé, va pensando, en tanto atisba cómo el arquero se le viene encima como un tren eléctrico, tapando el arco. Otra vez se largó el negro buchón a hablar pavadas, como también el Papa, sin ir más lejos. Diego mide a Shilton y sabe todo. Su computadora alberga en la memoria una jugada igual, allá en el Wembley, pero en dos baldosas en vez de treinta metros. Aquella vez eligió el palo más largo y la bola, cruel, se le fue afuera. Ahora, mientras recuerda el rostro demudado del sociólogo al que puso en su lugar alguna vez, hace ya mucho, en Catanzaro, opta por un nuevo enganche de zurda hacia su diestra, muy finito, para dejar atrás al guardapalos que pide perdón a gritos por haber invadido las Malvinas. Y entonces, Diego, mientras cae sacudido por el trancazo postrer del último pirata, mientras imagina el rictus amargo de la Thatcher mirando la TV allá en su reino, le da a la pelota un empujón cordial con el empeine, bien rastrero, y le dice ‘metete allá’, entre las redes, antes de caer sintiendo el gusto verde del césped entre los labios”.

 

Tal vez Nicholson, Brando y Pacino hayan soñado alguna vez en que sus caracterizaciones podrían haber sido mejores de lo que fueron. Pero si alguna vez Diego soñó con el gol a los ingleses, lo debe de haber soñado como fue. Y habrá seguido durmiendo, lo más pancho.

 

 

Este texto de Rafael Bielsa fue publicado el 16 de diciembre de 2017 en "Contra - Enganche literario" de Página/12

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